domingo, 19 de diciembre de 2010

Wasting the Dawn


























Cuando desperté, sentí que todo mi cuerpo se quejaba como si hubiera recibido una paliza. Y no era del todo imposible que eso pudiera haber pasado, ya que no recordaba nada de la noche anterior. No al menos a partir del tercer cubata. El resto eran imágenes, una sensación constante: el ambiente lleno de humo, la lengua seca, sabor a cerveza y a vómito en la boca, polvo blanco sobre la tapa del inodoro, charcos en el suelo, golpes que no dolían, manos por todas partes, sangre en la nariz porque un puto grumo me había cortado. Sensaciones. Un estado permanente de gilipollez. Algo así recordaba.

El suelo estaba frío, y yo seguía teniendo la lengua muy seca. Incluso mis labios se habían pegado. Traté de moverme. ¿En qué posición estaba? Ni siquiera estaba segura de si había luz o seguía estando oscuro; probablemente mis ojos lo veían, pero mi cerebro no podía entenderlo. Me estiré, descubriendo que estaba tumbada de lado, exactamente sobre mi brazo derecho, tan entumecido que no lo notaba en absoluto. Aquello iba a doler como el infierno cuando la sangre volviera. Forcejeé para sacarlo de debajo de mí, pero mi cuerpo pesaba como el plomo y era torpe como la gelatina. Sentí náuseas. Al final caí sobre mi espalda, liberando mi brazo, pero mi cabeza rebotó contra el suelo y la migraña constante que llevaba sintiendo desde que desperté llamó mi atención con un latigazo de dolor. Gemí. Dolor. Dolor por todas partes. En la cabeza, en la garganta, en el estómago, en la espalda, en las piernas y entre ellas. Noté un trallazo desgarrador entre las nalgas y maldije. De puta madre. Otra vez.
Las náuseas eran cada vez más fuertes. Si seguían así y yo seguía boca arriba, sin moverme, en nada estaría ahogándome en mi propio vómito. La indiferencia con la que acogí el pensamiento no me sorprendió. Decenas de veces me había encontrado en la misma situación, y nada había pasado. El hecho de que esta vez pudiera ser distinto o no era irrelevante. Morir, no morir… bah. Tuve una arcada justo cuando intentaba bufar y noté que la saliva me salpicaba la cara. Como si me importara. Como si a alguien en el puto mundo le pudiera importar. Una menos, ¿qué más daba? No nacemos para nada, así que es tontería morir por algo. Muerta al menos no me dolería tanto la cabeza…
Oí un silbido. Cerca de mí había una puerta, y acababa de abrirse. Eso significaba que había luz, porque sin mover los ojos podía ver la parte de debajo de la hoja y unos zapatos que se movían junto a ella. Había alguien. Pero mi cerebro no computaba la diferencia. Cerré los ojos y dejé que las náuseas y los mareos me arrastraran a un lugar donde no había puertas, zapatos que se movían, ni muerte, ni nada, sólo una asquerosa sensación de agonía. Funcionó bastante bien. Al menos hasta que ese alguien decidió molestarme agachándose a mi lado. Percibir la cercanía de otro ser bastó para agravar el malestar. Mi estómago dio un salto y decidió no volver a bajar.
En el momento en que el vómito me subió por la garganta, acompañado de convulsiones, noté una mano en la mandíbula y otra en los riñones, haciéndome girar con decisión hasta volver a colocarme de lado. No me ahogué. Sólo seguí convulsionándome hasta que toda la mierda de mi estómago estuvo justo a mi lado, sobre el suelo. La palabra veneno apareció en mi cabeza. Las manos volvieron a asirme y me arrastraron lejos de toda aquella inmundicia, y volví a ver el techo; había algo blando bajo mis hombros, levantándome la cabeza. Pude ver las paredes de la habitación vacía, y la puerta. Y a un hombre que estaba allí.
Lo primero que vi de él fue su pelo largo y liso, muy oscuro, tapándole la cara inclinada. Estaba examinando una mancha de sangre en mis pantalones, como asegurándose de que no venía de ninguna herida. Yo no sabía si era de mi nariz, de mi regla o de un jodido aborto, sólo quería que dejara de tocarme.
-Ugh.
Levantó la cabeza. La luz del fluorescente del techo reflejó en el blanco de su piel. Me dolieron los ojos, y también la cabeza. Gemí y traté de levantar un brazo para taparme, pero ninguno respondió. Sólo una convulsión en los dedos. El hombre me miraba fijamente. Tenía unas ojeras violetas y estaba rematadamente delgado. Se estaría muriendo de hambre, me dije. Me miraba con hambre. Pero también con compasión. Estaba muy tranquilo.
-¿Cómo te encuentras, ma chérie?
Su voz era muy suave. Algo se movió en mi mano: la suya, acariciándome los dedos. La piel me picó con un escalofrío. Demasiado intenso. Mi mano saltó sin control otra vez, intentando alejarse de él. Volví la cabeza. Ahora no quería estar con nadie, fuera quien fuera. La voz y el contacto de un ser humano bastaban para ponerme enferma.
-Eh…
-Está bien, está bien. No te muevas. Pronto estarás mejor
Gruñí, tratando infructuosamente de encontrar las palabras para mandarlo a la mierda, y golpeé el suelo con la mano.
-Oh, no. No te esfuerces. Tranquila, preciosa.
Encima. Busqué dentro de mí un “los cojones”, busqué también un “lárgate”, busqué un “déjame en paz” y un “no te pases conmigo”. Pero apenas conseguí producir un sonido que pretendía ser despectivo.
-Ya recuperas las facultades –dijo, sonriendo levemente. Tenía los labios finos y pálidos. Volvió a acariciarme la mano, y la sujetó con suavidad cuando intenté sacudirla de nuevo-. No quiero hacerte daño. Todo lo contrario. Si no, no estaría aquí, hablando contigo.
Su mano subió por mi antebrazo y masajeó mi hombro tenso. La tenía muy fría, pero fue un alivio cuando la apoyó en mi frente. De repente sentí menos rechazo hacia su presencia. Se me escapó un gemidito de dolor.
-Shhh, todo pasará… no sufras –de repente sus dos manos sujetaban mis mejillas y me besaba la frente, acariciándome la cara con el pelo largo-. Pronto todo dejará de dolerte.
Noté sus manos frotándome las piernas entumecidas, y su pelo, sorprendentemente sedoso, escurriéndose por mi cara y mi pecho hasta cubrir mi estómago. Cerré los ojos, tratando de hacer que el mareo remitiera, y noté sus labios fríos dibujando sobre mi vientre un lento beso. Sus manos subieron hasta mis caderas y bajó la cabeza. Sentí la presión de sus labios entre mis piernas, justo sobre mi sexo dolorido.
-Ah, no, eso no –dije, o más bien creo que dije, pues aún tenía la lengua floja y probablemente sólo emitía balbuceos incomprensibles-. Eso no… otra vez no… ahora no…
Me miró fijamente. Yo aún estaba lo suficientemente drogada como para no apartar la vista, y vi cómo depositaba un último beso entre mis piernas, lamiendo la mancha de sangre, demorándose en la caricia, con una dulzura extraña. Otro escalofrío.
-Perdóname, ma belle. No quisiera causarte pesar. Sé que sientes mucho dolor -me apartó el pelo de la cara con un gesto tierno que me recordó a mi madre. Lo cual era curioso porque hacía siglos que no me acordaba de la vieja-. ¿Empiezas a sentirte mejor?
Gruñido. Significaba “no”. Las brumas de mi cabeza empezaban a disiparse, pero la sangre estaba volviendo a bombear en mi brazo derecho, y notaba como si mil agujas estuvieran perforándome la carne. Como si pudiera saber lo que me pasaba, el desconocido me levantó el brazo con mucha delicadeza, lo apoyó sobre sus rodillas y empezó a friccionarlo con sus manos frías, tratando de restablecer la circulación. A pesar del dolor, resultaba agradable. ¿Cuánto hacía que alguien no me tocaba así? Cerré los ojos. No sabía quién puñetas era ese hombre, ni qué hacía ahí, ni por qué estaba tan preocupado por mí; por no saber, no sabía ni cómo había llegado yo a ese sitio. Pero no me importaba. Él podría ser un violador o un psicópata, claro, y yo podría acabar en un contenedor con un tajo de oreja a oreja, en el mejor de los casos. Pero no me importaba. ¿Qué podía hacerme? ¿Violarme? Uh, qué miedo. ¿Matarme? Tanto mejor. Lo único que quería en ese momento era cerrar los ojos y que siguiera acariciándome, pasando la mano arriba y abajo por mi antebrazo, constelado de cortes de navaja.
Caricia. Qué palabra tan extraña en un momento como ese. Las caricias eran escasas en mi vida. Me acordé de todas las veces en las que mi madre intentó tocarme con cariño, pasarme la mano por el pelo, apoyarla en mi hombro, y la rechacé con violencia. Me asqueaba su contacto, por alguna razón su abnegación y su amor incondicional me resultaban insoportables. Sentí pena por ella, de repente. Nunca fui capaz de explicarle lo furiosa que estaba, lo mucho que me odiaba a mí misma, la profunda desconfianza que me inspiraba el resto del mundo. Ella se había ido pensando que la odiaba. Y no, no la odiaba. Sólo me avergonzaba de lo mucho que me quería.
Abrí brevemente los ojos cuando noté que el desconocido estaba cantando en voz muy baja. Era una canción en francés, la típica chanson de letra infinitamente triste que no se sabe si está cantada o recitada. Volví a acordarme de mi madre. Mi madre y sus malditos discos de Jacques Brel, y las larguísimas tardes que se pasaba sentada en el suelo frente al tocadiscos, coreando una y otra vez las deprimentes letras, ásperas por el vinilo viejo. Conseguía que me desesperara. Y sin embargo, ahora, en la boca del desconocido, aquella canción tenía el sonido del hogar largamente perdido, y me hacía sentir reconfortada y menos sola. Lo que era deprimente y triste allí no era la canción, si no yo.

Moi je t’offrirai
des perles de pluie
venues de pays
où il ne pleut pas.
Mi pobre madre. No tenía la culpa de haber parido un engendro. Probablemente en las noches en las que yo me largaba para no aparecer en unos días ella se sentaba frente al tocadiscos a escuchar una y otra vez las mismas tristes canciones, tratando de olvidar que yo estaba perdida ahí fuera, intentando matarme. Y mientras, yo estaba tirada en la nada, empastillándome hasta las cejas para olvidar que ella se estaba muriendo. Al final iba a resultar que no éramos tan distintas.
Acordarme de esa forma de mi madre me sorprendió más que mi indiferencia ante la muerte. Me di cuenta de que, por primera vez en muchos años, estaba sintiendo compasión por alguien que no era yo. Mientras, el desconocido seguía cantando.
Je creuserai la terre
jusqu’après ma mort
pour couvrir ton corps
d’or et de lumière…


Un dedo frío se posó de pronto sobre mis párpados y abrí los ojos con un estremecimiento. El hombre seguía mirándome intensamente, como si me conociera bien.
-Estás llorando, ma chérie.
-¿Qué voy a estar llorando?
Pero era verdad, y él parecía saber que yo lo sabía, porque no me contradijo. La puta resaca. Siempre fui una borracha llorona, todas las personas con las que alguna vez bebí me lo habían dicho. Y en momentos como ese, después de una noche que no recordaba, con todo el cuerpo dolorido, hasta el culo de mierda y sola, me sentía especialmente vulnerable, y me daba por llorar. Lloraba sin sollozos, sin armar ningún escándalo, aunque no había nadie ahí para oírlo. Me avergonzaba de esos momentos de debilidad, de echar de menos a mi madre y de sentirme culpable por haberla abandonado. A ella y a todos los amigos que alguna vez tuve, a una vida que pude tener, a todas las personas que pudieron haberme querido.
Y sin embargo, aquel desconocido, cuyo nombre no sabía y cuya procedencia ignoraba, estaba ahí a mi lado, acariciándome el brazo y secándome las lágrimas, mirándome con algo que, ahora podía ver con claridad, no era compasión, si no cariño. Tal vez me había pasado toda mi vida confundiendo ambas cosas, y huyendo de todos los que habían tratado de amarme, creyendo ver desprecio donde sólo había un ofrecimiento de amistad.
El hombre del pelo largo seguía frotándome el brazo.
-Estás muy fría, ma petite. ¿No quieres taparte?
Negué con la cabeza y aparté la mirada. Necesitaba saberlo.
-¿Por qué? –pregunté con un hilo de voz.
El me sonrió con tanta ternura que se me encogió el estómago.
-Porque estás sola, amor mío, tan sola como yo lo estoy. Porque yo estoy muy solo, y llevo estándolo tanto tiempo que no podrías imaginarlo. Pero hoy te he encontrado. Yo también he cruzado la tierra después de mi muerte, sólo para cubrir tu cuerpo de oro y luz. Ahora lo veo. No llores más, ma reine, todo pasará…
-Cállate ya –se me quebró la voz-. No tienes ni puta idea.
-La tengo. Sé que allá afuera no hay nadie para ti. Nadie a quien puedas acudir. Y créeme, yo tampoco tengo a nadie. Todos a los que alguna vez amé están muertos. Sólo me quedas tú. Tal vez… -me acarició la cara-. Tal vez quieras… venir conmigo. Empezar otra vida.
-No te burles. No sé ni quién eres.
-Puede que yo tampoco sepa quién eres tú, pero eso no importa gran cosa. Ahora mismo, en este mismo momento, los dos estamos infinitamente solos. No hay nadie a quien le importemos en el mundo, nadie que se pregunte por nosotros o que dé un céntimo por lo que nos pueda pasar. Pero estamos juntos y nos tenemos el uno al otro, aquí y ahora. Yo he venido a buscarte y tú me has recibido. Por eso te quiero.
-Gilipolleces.
-Te quiero, y tú también me quieres, petite. Yo no voy a abandonarte, por mucho que intentes que me marche. Voy a quedarme contigo, para siempre.
Se inclinó hacia mí, volviendo a rozar mi cara con su cabello largo y suave, y me levantó del suelo, sentándome en su regazo y rodeándome con sus brazos. El dolor seguía dominando cada centímetro de mi cuerpo, pero cuando apoyé mi cabeza en su hombro sentí un abandono brutal que borró todo lo demás. Confiaba en él. Qué sensación más curiosa. En ese momento no existía la noche anterior, ni ninguna de las noches anteriores, ni todos los errores que había cometido. Lo único que existía y que deseaba era su abrazo, su voz cantando en mi oído y sus manos acariciándome la espalda. Empecé a llorar un poco más fuerte y él respondió besándome; la sien, la oreja, la frente, las mejillas, deteniéndose en mi nariz para lamer el reguero de sangre seca que me había hecho la raya. Me rozó los labios con el pulgar y yo me derrumbé en su pecho. Mi corazón latía tan acelerado que no podía oír el suyo.
-¿Cómo te llamas? –pregunté en un susurro.
-Jacques.
-¿Como Brel?
-Sí.
Qué ironía.
-Ne me quitte pas, Jacques –le pedí con un hilo de voz.
-Je ne te quitterai jamais, ma reine…
Me dejé mecer, con los ojos cerrados, durante un tiempo que me pareció muy largo y muy corto a la vez. Después, Jacques habló de nuevo.
-No queda mucho para que amanezca. Pronto tendré que marcharme. Ma petite, dime. ¿Vendrás conmigo?
Guardé silencio durante un momento, un momento en el que hice recuento de mis últimos años y me di cuenta de que apenas los recordaba. No eran más que una nebulosa en la que no había vivido de verdad, sólo me había arrastrado de día en día. Jacques tenía razón, no tenía a nadie más que a él. Y tal vez fuera verdad, tal vez él tampoco tuviera a nadie más que a mí. ¿Adónde iba a ir, si no?
Asentí lentamente contra su pecho. Noté su aliento metálico en un suspiro de alivio.
-Entonces, ¿vendrás conmigo? ¿Estarás conmigo para siempre? –su voz era trémula. Estaba feliz. ¿Cuándo había sido la última vez en que había hecho a alguien feliz? Una eternidad…
Asentí de nuevo. No quería seguir hablando. Le abracé más fuerte y sentí la piel fría de su rostro contra mi cuello. Luego, sus besos delicados, que hicieron que se me erizara el vello de la nuca, y sus manos en mis caderas. Y luego, algo me perforó violentamente la arteria carótida.
Mis miembros cedieron y me derrumbé entre los brazos de Jacques, sintiendo literalmente que la vida se me escapaba por la herida del cuello. El mundo se oscurecía. Yo me dormía… el suelo volvía a estar bajo mi espalda, pero entre los velos negros que me nublaban la vista vi los ojos brillantes de Jacques, su rostro ahora coloreado por un rubor vital, y sus dientes tintos de sangre. De mi sangre. Supe que me estaba muriendo.
Jacques se acercó a mí y me besó en la boca por primera vez. Paladeé el sabor de sus labios ensangrentados. Era lo más delicioso que había probado nunca. Era comprensible que él lo quisiera. Entonces, me recogió la cabeza en el hueco de su codo y me ofreció su garganta, aquella donde yo había encontrado consuelo y de donde volvía a ofrecérmelo una vez más.
-Hazlo, ma petite. Bésame.
Y lo hice.


Música:
-Wasting the Dawn (The 69 Eyes)
-Ne me quitte pas (versión de Natacha Atlas)

sábado, 11 de diciembre de 2010

A D. José Elías, en 1884

No temo manchar los libros, ni subrayarlos, ni doblarlos, ni gastarlos. Siempre escribo mi nombre en la primera página y los llevo a todas partes: están conmigo en la comida, en la siesta, en la mochila y en el alma. Así es como ha de ser. La virginidad rara vez sirve para algo.

Amo las manchas, las rayas, las arrugas y los años que pesan sobre los libros. Son el recuerdo de los besos y las lágrimas que han tocado sus páginas. Un libro cuenta dos historias: la que el autor tuvo a bien narrar, y la de aquellos que rieron, sangraron, desearon y lloraron sobre el papel. Bellas cubiertas ajadas, hermosas páginas sucias.

Bienaventurados sean los libros gastados, pues ellos han recibido amor.


No sé quién fue José Elías. No sé a qué edad murió, si tenía familia, qué clase de vida vivió. Jamás sabré cómo era su cara. Sólo sé que en 1884 tuvo un ejemplar de Nuestra Señora de París, en cuya primera página escribió su nombre con lápiz, y que hoy ese libro está junto a mi codo en este escritorio, comido por las polillas y los años, pero aún palpitante de vida y deseando que lo haga parte de la mía. Gracias, Delf, por el regalo. Gracias, Tiempo, por traerlo a mí. Y gracias, José, quien quiera que hayas sido.