viernes, 25 de septiembre de 2009

Caleb (parte I)




There’s a man in this world who has never smiled.
You may know his tragedy, the later years, by heart.
In the beginning there was a mother, father and a child,
a troubled little silent boy whose life they were to destroy
known to us from this day on like his father, Caleb.
(Tony Kakko)



En una isla del mar del Norte, colgada sobre los acantilados de la costa oriental, existe una aldea cuyo nombre vulgar debería ser sustituido por Tristeza. La mitad del año la lluvia y la nieve se precipitan sobre los tejados, dejando a su paso un rastro de silencio; el resto un denso velo de niebla tapa eternamente el sol. Lejos del círculo de casas, sobre la última lengua de roca que cae abruptamente en el mar helado, una cabaña solitaria de maderas grises de salitre parece darle la espalda al mundo. Allí se crió un niño al que sus padres llamaron Caleb.

Caleb creció callado y ojeroso, sin jugar con los demás niños, que le daban la espalda por aburrido. Los adultos lo miraban con desconfianza, preguntándose qué le pasaba al pobre crío, ya que sus padres siempre habían sido gente normal, si se ignoraba el excéntrico emplazamiento de su vivienda. El padre, elegante, recto, severo pero caballeroso, la madre carismática, conversadora, de trato fácil. Nadie sabía de dónde había salido un niño fantasma. Salvo Caleb.

Sólo él oía por las noches los gritos, los vasos rotos, los muebles patinando por el suelo y estrellándose contra la pared, las palabras de odio. Ah, esas palabras de odio. Durante años Caleb las llevaría ardiendo en los oídos. Cada noche se acurrucaba en la cama, sin atreverse a apagar el velador y abrazándose las rodillas, rezando lo poco que sabía por que todo acabara pronto. Cada noche, invariablemente, la madre entraba en su habitación con los ojos duros y los puños apretados, y se sentaba en la cama con él. Sus brazos se cernían en torno a los hombros y la cabeza del niño, apretándolo posesivamente contra sí y meciéndolo, como si él hubiera estado llorando; en realidad, era ella la que quería llorar y jamás lo hizo.

-Tu padre es un hombre tan malo, tan malo, cariño… -decía, metiendo sus dedos entre el pelo de Caleb y mirando al vacío, lejos de él-. Se merece todas las desgracias del mundo. Mira cómo nos hace sufrir, a ti y a mí…

Caleb sólo deseaba que todo acabara; odiaba a su madre cuando se comportaba así, pero al mismo tiempo temía al significado de sus palabras, a la figura altiva y gélida de su padre. Su padre que nunca estaba, que casi nunca le hablaba, que apenas le miraba. Su padre que parecía querer más a los vecinos sin nombre del pueblo que a su propio hijo. Por eso Caleb, con un retortijón de asco y miedo en el estómago, se abandonaba a los abrazos manipuladores de su madre, buscando protección de algo que no sabía precisar. Se pasaba los grises días solo en la casa, temiendo que llegara la noche y todo volviera a empezar. Los meses de cielo encapotado los gritos nocturnos eran lo único que quebraba la monotonía de su vida, pero en los meses de frío llegaba la violinista.

Todos los años, indefectiblemente con el primer temporal de otoño, aparecía en el pueblo debajo de una espesa capa de piel y un sombrero encerado sobre cuyas alas chorreaba la lluvia, llamando a la puerta de la única taberna. Todos la estaban esperando. Al entrar se quitaba la capa para dejarla a secar junto al fuego, como un ritual, y revelaba el fardo a su espalda donde guardaba el violín y otros distintos tipos de maravillas, y su pelo blanco con destellos plateados, corto y despeinado como una nube de lluvia. Los aldeanos se alegraban de verla llegar para animar los días fríos; poco más había que hacer en esa época, salvo esperar.

Al día siguiente la violinista se echaba a la calle con un sombrero de copa negro sobre los cabellos blancos, tocando su instrumento mientras andaba, atrayendo a niños y demás paseantes. Daba vueltas por los diversos poblados de los alrededores, encantando a la gente con su música y produciendo de su fardo curiosos juguetes e ingenios con los que entretener, extendiendo el sombrero de copa para que los espectadores depositaran sus monedas. Nunca hablaba, sólo daba las gracias con una inclinación de cabeza. Nadie sabía dónde vivía el resto del año, o qué edad tenía su rostro atemporal. Tampoco les importaba mucho.

Caleb la seguía siempre a una distancia prudencial, sin atreverse a acercarse o a darle dinero, aunque le gustaban sus juegos. Los niños del pueblo le ignoraban y los adultos le tenían pena, y él había crecido solo con sus padres: era un hijo del miedo y se lo tenía a todo y a todos. Sin embargo, se alegraba cada primer día de otoño al despertar con las lluvias, sabiendo que ella llegaría. Sentía un levemente cálido agradecimiento hacia ella en su frío corazón; sin su música, la vida sería sencillamente un erial gris salpicado de hambrientas zarzas de angustia.

Los años de la infancia de Caleb se sucedieron uno detrás de otro, sin ningún cambio en el horizonte plagado de niebla. Y un día, el padre desapareció. Nada en el pueblo se movió y nadie le dijo nada; esa noche, después de los gritos se oyó un inusual portazo y luego llegó el silencio. La madre no vino a abrazarle esa noche. Esperó sentada en la mesa a que Caleb saliera de la habitación cuando el alba gris empezó a iluminar los tablones de la cabaña, y se arrojó sin un sonido a estrecharlo. Sus brazos eran más fríos y asfixiantes que nunca, y Caleb se sintió invadido por un inexplicable horror. Sus ojitos ojerosos se llenaron de lágrimas de miedo cuando oyó a la madre susurrar con voz gélida, acariciando, casi arañando sus cabellos.

-Se fue, el muy maldito se fue… nos ha dejado solos, mira cómo nos ha dejado. El muy maldito…

Caleb no llegó a entender por qué no sentía nada.



Cuento inspirado por la canción homónima de Sonata Arctica. Iré subiendo la continuación en los próximos días.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Sed guapas, imbéciles


Hace unos días un colega escribía en su blog quejándose de la tiranía de la belleza y de la falsedad de ese concepto. Me hizo reflexionar y me inyectó ganas de acometer una idea que llevaba tiempo barruntando. Ahora me toca a mí.

¿Quién sabe de belleza más que las mujeres? ¿Más que ellas, esas delicadas y hermosas criaturas, sensibles y cariñosas, que conocen mejor que nadie la fuerza de una sonrisa? ¿Más que ellas, esas misteriosas y sensuales damas que subidas en unos tacones y bajo la cortina de un vaporoso cabello seducen a los hombres y los llevan a la perdición?

Yo soy mujer, y conozco bien esa belleza. Y tengo un sinónimo para ella: esclavitud. He pasado casi veinte años de mi vida escapando de ella. Las chicas de mi generación probablemente puedan recordar al igual que yo a sus madres frente a ellas, siendo ellas muy pequeñitas, revelándoles en tono místico los secretos de la feminidad: depilación, maquillaje, ropa, gestos, palabras y actitudes.

Jeh. Feminidad.

Puede que algunos piensen que exagero, para variar (es una manía que tengo, esa), pero esta vez discrepo. Hoy voy a tomar cada pieza de esa infernal maquinaria que son la "feminidad" y la "belleza" (a veces entendidas como sinónimos) y a tirarlas a la cabeza de la conciencia colectiva, para que dejar al descubierto que no son dioses ni titanes, que son tan frágiles que el leve soplo de una mirada crítica puede hacerlos saltar por los aires.

Vamos allá.

El poder, desde los albores de su refinamiento, tiene una estrategia la mar de astuta para evitar las rebeliones en su contra: dar a los dominados ciertas posesiones superfluas y un poder de decisión irrisorio, y hacerle creer que a través de ellos es libre. Un buen ejemplo sería la llamada "revolución verde" que tuvo lugar con motivo de las elecciones amañadas de la pasada primavera en Irán. El pueblo estaba echado a las calles, Twitter echaba humo, la opinión internacional estaba emocionadísima y todos criticaban sin cuartel el pucherazo que les habían intentado colar, mientras las detenciones políticas se sucedían y el mundo ardía en llamas de libertad. ¿Y qué pasó? El presidente anunció a la carrera que habrían al menos tres mujeres en sus ministerios a formar, por primera vez desde la Revolución Islámica. ¡Y zas! Marcha verde al carajo. La gente se calló la boca, pensando que su país se encaminaba de alguna forma hacia la igualdad, y aquí en occidente sonreímos al telediario contentísimos de que por fin los "moros" mostraran un mínimo de sentido común. Venga ya.

Aunque este ejemplo es más general y amplio, sirve para pensarnos un poco qué hacen con nosotros aquellos que nos gobiernan. En este caso son los dirigentes políticos, ¿pero y si no lo fueran? ¿Y si no tuvieran una cara visible? ¿Y si estuvieran dentro de nosotros?

Eso es lo que nos hace el concepto de belleza que tenemos, y que tanto daño nos hace con nuestro propio permiso. Las mujeres llevamos milenios esclavizadas de todas las formas posibles, salvo en raras excepciones aisladas, y ahora que por fin empezamos a pelear para que nos dejen establecer nuestras propias condiciones, no nos damos cuenta de que seguimos encadenadas de una forma tan sutil que sólo puede haber sido creada por una conciencia retorcida. La culpa, la responsabilidad ajena y la maternidad forzada son algunas, pero a pesar de que rechazamos todas ellas, seguimos atesorando otra que consideramos sagrada: nuestro "derecho" a estar guapas.

¿Por qué debemos estar guapas, me pregunto? ¿Por qué es un derecho inalienable que compromete nuestra felicidad? ¿Por qué salimos todos los días a la calle tan manipuladas que no nos reconoceríamos en el espejo si no fuera porque ya hemos asumido que no somos quienes somos, si no quienes queremos ser? Marjane Satrapi, en su genial obra Persépolis, nos da una respuesta brutal: "El régimen había comprendido que si una persona salía de casa pensando '¿El pantalón es bastante largo?, ¿llevo el pañuelo bien puesto?, ¿se me ve el maquillaje?, ¿me darán latigazos?', ya no se preguntaba '¿dónde está mi libertad de pensamiento?, ¿dónde está mi libertad de expresión?, mi vida, ¿es soportable?, ¿qué sucede en las prisiones políticas?'"

Sorpresa. Nos creemos libres, y nos han convertido en esclavas de nuestros propios prejuicios. Intentamos empujar la barrera hacia las conquistas políticas, y mientras tanto aquellos a quienes nos oponemos nos detienen por la espalda tirándonos de la falda y partiéndose de risa. ¿Creéis que exagero? Vamos a analizar unos cuantos elementos de la belleza femenina y veremos.


-Las faldas largas: Los pantalones en Europa son una costumbre germánica que durante mucho tiempo fue considerada bárbara por los togados patricios romanos; sólo los legionarios se los ponían bajo la túnica, para montar. Luego, conforme pasaban los siglos, los hombres descubrieron que las calzas eran comodísimas y empezaron a llevarlas, disfrutando de la nueva libertad de movimientos. Las mujeres los tuvieron prohibidos en occidente hasta el siglo XX; supuestamente tranquilas y pasivas, no necesitaban esa libertad para moverse, y pasaron siglos tropezando al huir, enredándose en los obstáculos, resbalando en las escaleras, sin poder correr, saltar o trepar sin parecer indecentes. No me entendáis mal, adoro las faldas largas, pero si un día el peligro me pilla llevando una tengo muy claro que en bragas se corre más rápido.

-Las faldas cortas: Os lo esperabais, ¿eh? Las minifaldas son la versión moderna de las faldas largas. Surgieron como instrumento de subversión sexual en los sesenta, y no han podido desahacerse de esa carga erótica, ahora desprovista de reivindicación: ¿quién no se ha sentido vulnerable e incómoda llevando una minifalda, incapaz de agacharse, de empinarse o de sentarse sin mostrar a todo el mundo la ropa interior, convirtiéndose en el acto en un objeto sexual y no en una persona?

-El cuerpo perfecto: Ha ido cambiando a lo largo de las épocas, desde el piernilargo y panzón del Renacimiento hasta el reloj de arena decimonónico y sus corsets opresores, pasando por los tontillos y miriñaques descomunales del Barroco y el Neoclásico, y llegando al estilo anoréxico-siliconado de hoy. Todos sabemos que el cuerpo no es así, incluso los hombres empiezan a sufrir esa tiranía, pero aún así nos sentimos mal cuando nos miramos y no vemos una reproducción de los modelos mediáticos.

-La ropa ceñida: Incómoda para moverse, para respirar y para tener un cuerpo medianamente normal, su función es solamente una: poner en evidencia las formas de nuestro cuerpo para hacernos (se supone) más atractivas sexualmente. Gracias, pero no gracias.

-El maquillaje y el peinado: Hay mujeres que consideran que su verdadero yo es aquel con una hora de planchado capilar y varias capas de polvos y cremas. Como decía Gordon Dietrich en V de Vendetta, "cuando llevas tanto tiempo una máscara acabas olvidándote de lo que hay debajo". Y eso es lo que nos hacen: consiguen que nos sintamos feas, que gastemos tiempo y dinero en parecer lo que no somos, y ese dinero se lo quedan, cómo no, las industrias de cosmética y publicidad. ¿Acaso creíais que se trataba de otra cosa?

-La juventud y la lozanía: ¿Hace falta que lo diga? Las cremas antiarrugas no sirven absolutamente para nada: son grasa, y punto pelota. Y no permitáis que nadie os diga que las mujeres se vuelven feas cuando envejecen; en primer lugar, los hombres también, y en segundo lugar, ¿acaso es el fin del mundo?

-La depilación: Uh, mentamos a la bicha. Seamos sinceros, muchachos: si fuese femenino no tener pelos, naceríamos sin ellos, no hay más vuelta de hoja. Que desde los medios, o incluso desde tu entorno cercano, te digan que unas piernas o unas axilas sin depilar son feas, bárbaras o incluso sucias, no significa que sea verdad. Algún día nos dirán lo mismo de nuestro cabello, y todos correremos a rapárnoslo. Pensadlo bien. Yo llevo casi dos años sin tocar la gillete y no se ha desencadenado el Apocalipsis. No dejéis que nadie os convenza de que es una obligación.

-Los tacones: El sacrosanto estandarte de la feminidad es un aparato de tortura. Podría hablar de uñeros, ampollas, deformaciones óseas y problemas de columna, pero no es nada que no sepáis. Sin embargo, insistimos en encaramarnos en los malditos estiletes, y andamos sufriendo a cada paso, convencidas del inmenso poder que nos confieren esos zapatos, el poder intrínsecamente femenino de la seducción. Es el ejemplo por excelencia de cómo desde el poder se nos humilla y esclaviza y encima nos hace creer que debemos darle las gracias. La próxima vez que veáis a una mujer andando con tacones, no prestéis tanta atención al repiqueteo hipnótico de sus pasos o a la tensión apetitosa de sus glúteos, y fijaos en los tacones en sí: sea quien sea, sea como sea, se tambalean al pisar, aunque sea de forma imperceptible. La supuesta mujer poderosa es una mujer adolorida e indefensa que no podrá correr para escapar y que tampoco podrá luchar para defenderse: una mujer que se hiere voluntariamente para agradar a los demás. De eso es de lo que todo esto se trata.


No pretendo, por supuesto, ofender a nadie a quien le gusten los tacones, las minifaldas o el maquillaje. Yo también me arreglo a veces, porque es divertido. Pero tengo muy claro que es divertido porque no es la norma y no me siento obligada a hacerlo; si lo fuera, sería un peñazo. Comparto con vosotros mi propia experiencia: desde que dejé de depilarme, me siento más mujer, más en contacto con el ser más radical que hay en mí, un poquito más libre. Me gustan mi cuerpo y mi cara sin adulterar, y recordarlo me hace muy feliz.

Todo esto puede parecer superficial, pero recordemos una cosa: no podemos cambiar el mundo si no nos cambiamos a nosotros mismos. Y no podemos cambiar nuestros pensamientos más íntimos y nuestra fuerza interior si creemos que nuestro aspecto es impropio y debe ser ocultado. Nuestro yo físico es el lugar donde vivimos, y merece respeto. Además, la vida es corta y está llena de injusticias, y no tiene sentido pasársela lloriqueando porque nos sentimos feos. En este sentido, Séneca, sin saberlo, nos dejó hace más de dos mil años una frase que nos sirve perfectamente (por eso los clásicos son la hostia, dos mil años muerto y todavía puede enseñarnos algo): Nulla servitus turpior est quam voluntaria. Es decir, ninguna esclavitud es más estúpida que la voluntaria.

Da qué pensar.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Breve comentario sobre "La Regenta" de Clarín


No, Ana, olvídalo.

Las cosas no son como tú crees. Tal vez en otro lugar, en otro momento, podrías haber sido feliz. Había tanto en ti por dar; estabas henchida de amor, de deseos y de energía.. Podrías haber sido feliz.

Pero no lo fuiste. Naciste en esa mazmorra y no te alcanzaron los ánimos ni los conocimientos para escapar. Podrías haber sido rebelde y haber salido corriendo, pero tuviste demasiado miedo a entender. Fuiste ilusa, fuiste tonta, fuiste un juguete en manos de niños airados. Y mientras tanto rodabas por las oscuridad rodeada de alimañas que ansiaban verte caer para escupirte su escarnio.

¡No, Ana, no! Ese infierno que soñaste no era el infierno, ¡era Vetusta! ¡El mal no estaba en ti, estaba contigo, deseando tragarte! Todos anhelaban tu horror. Y ahora cuelgas a un paso del abismo y vas a caer, y nadie te tenderá la mano.

¡No, Ana, no lo hagas! ¡No te quedes aquí, escapa! ¡Corre, Ana, CORRE!

lunes, 7 de septiembre de 2009